jueves, 14 de julio de 2011

Reflexiones sobre deportes extremos y la hora de la comida


El oficinista semianónimo Jaime Rodríguez Montalbán hizo llegar a la redacción de la revista Lobo Negro una breve y conmovedora narración sobre la vista de su oficina a la hora de la comida, hora en que sus compañeros y él mismo se aprestan a degustar platillos entristecidos por la rutina pero realzados por la actividad potencialmente mortal del edificio vecino.





Cuatro hombres se atan una cuerda amarilla cada uno alrededor de la cintura a modo de arnés de seguridad y se suben a una plancha de metal cobriza en las orillas por efecto de manchones de pintura y humedad rematada en los extremos con manijas de metal a su vez sostenidas por otras cuerdas de alambre no muy grueso y dándole vuelta a la rueda que hay en cada lado de la plancha metálica suben lentamente mientras raspan la pared con cepillos metálicos quitando la pintura celeste-cielo-hospital que al parecer ya lleva un buen tiempo en esos muros. El edificio se enfrenta oblicuo a la ventana de mi oficina y puedo verlos subiendo para trabajar la tarima de metal que aún no llega al último piso aunque poco le falta. Sólo bajan a la hora de la comida y a la hora de la salida pero llevan en total unas siete horas de trabajo casi ininterrumpido. Los hombres se concentran en su tarea silenciosa también silenciosos ellos en la altura y en la desnudez de las cuerdas amarillas apenas anudadas a sus espaldas como toda precaución anti-caídas. La escena de alto riesgo y valoración mínima de la supervivencia de este tipo de obreros no es infrecuente. Se puede ver en casi cualquier edificio alto de la ciudad de México y de casi cualquier ciudad latinoamericana con todo tipo de tareas desde limpiar vidrios hasta pegar espectaculares. Lo distinto en este caso es el amontonamiento. Mientras que los limpiadores de vidrio se ven solitarios y expuestos en sus cuerdas bajando desde la azotea sin completa confianza y sigilosos aquí los hombres viven lo que es evidentemente un ascenso difícil y frágil con la soltura de un obrero que trabaja un muro de ladrillos a un metro del suelo. Quizás porque no son uno solo porque no están solos no tienen miedo.Los oficinistas en cambio tememos y no dejamos de mirarlos. Nuestro entretenimiento diario a la hora de la comida depende de ellos y no falta la apuesta mental sobre quién podría ser el primero en caer ni la expectativa morbosa de qué ocurriría si se produjera tal caída. A la hora de la comida los oficinistas se encierran en un cubículo temporalmente vacío por falta de personal que lo ocupe y toman las mesas para depositar ahí sus tuppers con comida y también sus cansancios y su aburrimiento para luego observar en silencio apáticos con gesto rumiante la escena de los cuatro valientes y ellos a su vez disimulan su indiferencia y lanzan una mirada detrás del vidrio desde donde los observan y observan así a su vez a ese grupo de cosas muertas de ojos apagados y bocas semiabiertas que esperan pacientemente la llegada de la mano con el próximo bocado de comida.


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* Nota del editor: Se desconoce si el autor de este texto tiene intenciones literarias y conocimientos musicales puesto que el relato podría tomarse en la línea de la canción Construcción del compositor y poeta brasileño Chico Buarque, aunque su dramatismo es claramente menor.

* Nota del corrector de estilo: Se desconoce si intencionalmente o accidentalmente o por falta de educación el autor de este relato no ha decidido incluir comas, y puntos y comas en el texto, pero por respeto a su autoría y por decisión estética -pues bien se entiende la historia y da igual- se decidió mantener el texto tal cual como ha llegado a la redacción.

* Nota del fact-checker: Se desconoce por completo si existe realmente el autor de este relato o bien si ése es su verdadero nombre e incluso si ha ocurrido tal escena.

* Nota del autor: Desconozco si a la revista Lobo Negro le interesen los temas de corte social y si su línea periodística e ideológica sea de derecha o izquierda pero de todos modos he decidido enviar este breve relato de cómo trabajan algunos obreros, sin ningún tipo de seguro (de vida, de salud, dental ni de caídas).

lunes, 4 de julio de 2011

Miserere

En sus notas póstumas, la socialité chaqueña Chiquita Massour deja una postal conmovedora del espanto causado a su sensibilidad por la convivencia con los salvajes de la zona hacia el año 1923, cuando apenas la ciudad de Resistencia llevaba medio siglo de haber sido fundada.



Consumido y pardo, con algo de azufre, de infierno, el río negro serpentea entre matorrales y palmeras solemnes y menos agónicas de lo que el calor de la zona haría suponer. Los caballos en la orilla de enfrente intentan arrancar alguna raíz comestible. Las costillas respiran agitadas por el hambre. Se ven tan flacos y desesperanzados como sus dueños, los chicos pobres. Ellos en nuestra infancia, a quienes veíamos con desconfianza jugando sucios y resentidos en las mismas hamacas que nosotros en la plaza, oliendo a ropa vieja, a tierra húmeda, a mala comida, a catres superpoblados, y ahora sus herederos, descubro, son los dueños del río.

El chico mayor se trepa a la rama flaca de un sauce llorón y se deja caer al agua como si estuviera vacacionando felizmente en un centro acuático. Sus hermanos los esperan chapoteando en el río inmundo. Nosotras pasamos por la orilla de enfrente en nuestra canoa inundable, juntando cada tanto con un tarro el agua que se mete por las grietas de la madera podrida. Pasamos y miramos sin decir una palabra, porque esa miseria no se debe comentar. La pobreza de nuestra canoa es casi una forma de supervivencia, una forma de camuflaje para recorrer unos metros del río echado a perder y llegar lejos, a la soledad, y hablar mientras el sol nos cocina violentamente.

---Ahí está otra vez ---me dice ella y veo entre los matorrales a un hombre desgarbado, obsceno, bajándose los pantalones. Tantas veces intentamos persuadirlo. Risas, insultos, miradas desaprobadoras, miradas indiferentes, silencio. Ahora quito la vista y le respondo a Ana que vayamos un poco más río arriba. El parque es pequeño. Y el villerío es enorme, pero el hombre lo recorre sin apuro y nos alcanza. Camina sosteniendo la cintura de ese pantalón mugriento, sostiene el pantalón apenas lo suficiente para que no le estorbe los pasos, pero lo deja caer fláccidamente en cuanto nos ve.

--Qué triste es todo esto ---le digo a ella, pero ya está echada sobre la canoa, en traje de baño, tomando ese sol también pobre, rústico, hiriente, que tanto nos maltrata normalmente, como si al someterse a él se volviera algo inmune a su radiación desmedida.

El hombre de la orilla sigue parado como un ave acuática, con sus dos piernas flacas impávidas, sin vida, y la mirada ya perdida hacia un lado, mirando la villa con los pantalones abajo y la camisa tapando lo que se suponía que debía exhibir.

Los niños siguen jugando en su pobre parque acuático de río contaminado y sauces llorones. Uno sale a la orilla y se quita la ropa para dejarla secar. Volvemos remando lentamente. El agua espesa y oscura apenas se mueve con el paso del bote. No hay en ella una sola señal de vida más allá de los camalotes que se enredan en el remo y hacen más fatigosa la travesía de regreso. Mientras atardece y terminamos de quitar el último tarro de agua de la canoa y la atamos al árbol de la orilla, vemos la mesa del jardín con las tazas de té humeante y las tostadas con miel. Ha sido una tarde ardua, difícil, un desafío esquivar tantas plantas acuáticas, botes de agua, envases de metal, trozos de madera, bolsas de papel y personajes de una fealdad mezquina. Tanta fatiga exige un mínimo de respeto, ¡es nuestro derecho! Si no esta vida así no puede ser, digo y Ana sólo sonríe con dulzura mientras me alcanza la taza de té.


* La imagen que acompaña el presente texto es una fotografía actual del Río Negro.

miércoles, 22 de junio de 2011

Algunas conclusiones complejas


Como primicia del ensayo filosófico Los abismos maquinales de la Escuela de Frankfurt (Zelig Editores, Rusia, 2011), en el que el escritor salvadoreño Ramón Gómez G. incluye semblanzas de los gestores de dicho movimiento, Revista Lobo Negro presenta la primera página de este comentado libro.



Algunos estudios asumen todo lo contrario. Otros, como el de Spengler, rivalizan en complicaciones metafísicas con opciones centradas en ciertos algoritmos culturales que tienden a des-decirse cuando no amenazan con des-hacerse a medida que la coyuntura lo exige, cómodamente adaptando su contenido al pensamiento de moda.

Dentro de la escuela de pensamiento de Frankfurt, sin embargo, nunca se incluyó a Hans Perker, el anciano filósofo que educó a personajes ilustres como Weil, Habermas y Weber, quienes fueron finalmente reconocidos como impulsores de dicha corriente. Perker había hablado mucho antes que todos ellos de la condición innata del sujeto al predicado, y del análisis de textos por medios bioquímicos para determinar así su naturaleza marxista, algo que fue duramente criticado por sus semejantes, allegados y parientes.

Asimismo, muchos opositores de Perker destacaron con rudeza la carencia de sustancia en ciertos estereotipos que utilizó para demostrar sus hipótesis más arriesgadas, como el del Hombre Araña como súper hombre, el de Superman como el ser invalidado por las fuerzas productivas y la, llamada por él, “prisión económica de las políticas de masas y del capitalismo neoliberal”, puesto que consideraban a estos personajes precisamente como demostraciones del poder de esos grupos, y no como sus antagonistas, víctimas ni subproductos inconscientes.

Perker no demoró en quitarse la vida. Agotado por años de rechazo y azotado por las caries dentales, producto de la ansiedad que lo llevaba a comer compulsivamente más de dos kilos diarios de käsekuchen, el anciano filósofo se acercó al abismo de la muerte dejando atrás una familia numerosa que no lo extrañaría y una decena de publicaciones en el tintero del olvido marxista.


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* Última imagen tomada a Hans Perker; se lo puede ver con su carretilla cargada de libros mientras se dirigía a las profundidades del mar báltico. Su biógrafo oficial, Blaz Burke, relata que el anciano filósofo recorrió largas distancias durante más de tres meses a pie desde su casa en Frankfurt. Finalmente, lleno de impaciencia por la demora de su auto-aniquilación, decidió lanzarse debajo de un tren.

martes, 14 de junio de 2011

Mitografía de un lemming

En el año 1542, el célebre investigador Alexandre Kubit descubrió accidentalmente un documento manuscrito sobre roca con algo similar a un cincel o una uña potente de pequeño roedor, que podría ser el primer documento autobiográfico de una especie animal: el lemming. Cinco siglos más tarde, el misterio se revela.




De acuerdo con estudios de carbono 14 y de Raxos X, la obra encontrada por Kubit no se trataba de una falsificación. Aunque inicialmente fue muy mal recibida su teoría de que había sido obra de un célebre lemming que vivió en los prados de Europa hacia el siglo XIV y que habría sido el responsable de crear el mito del suicidio en masa de estos roedores, los estudios científicos de su época rechazaron esta posibilidad. Casi quinientos años después, la ciencia moderna asintió tímidamente a la explicación de Kubit, sin corroborarlo del todo, por miedo a las críticas y el rechazo social. Sin embargo, en el año 2003, la revista Nature dedicó un número entero para demostrar por medio de pruebas contundentes que efectivamente el lemming Arthur McCarty, de origen escocés, fue el creador del mito y del texto. Más allá del asombro que causó el hecho de que un animal se diera a la labor intelectual de dejar registro de sus pensamientos por medio de la escritura, no deja de sorprender la delicadeza y profundidad de sus palabras, llenas de un misticismo casi monástico.

“Sentados. Sentados. Silencio. Sentados. El mar ruge a la distancia pero no puede atraparos. Sentados en silencio conversando con la voz interior. Sí, esa que os dice las verdades, que les canta las verdades con dulce voz de misericordia por sus pobres almas. El ser interior. Escuchad, escuchad el sonido de la voz interior ahora mezclada con el rugido del mar. Sentados en silencio la voz se precipita hacia lo hondo del alma. Ahora, levantaos, levantaos. Escuchad. Decidle a la voz interior que le ordene a vuestras piernas levantarse y dar unos pasos hacia el abismo. Caminad. Caminad en dirección al viento, de donde se oye el rugido del mar. El mar os llama, es la voz interior. Caminad hacia la orilla. Apoyaos en la nada, dad el primer paso los que van bien adelante. Los que están más atrás no temáis por los que caen, por los que lanzan su último suspiro hacia el vacío. Ahora, ordenad a vuestro ser interior: 'necesito levantarme y dar unos pasos en dirección al viento', caminad con los ojos bien abiertos, sin temor. Corred, corred. El precipicio, ¡oh!".

sábado, 5 de marzo de 2011

Breve conversación con Pietr Gourchenko Ivanovich

Humedecido entre viejos papeles de un reportero soviético, fue encontrado el 28 de abril de 2010 un fragmento de entrevista realizada al célebre erudito musical Pietr Gourchenko Ivanovich, conocido por sus estudios sobre la música siberiana del régimen estalinista y de las polcas comunistas desterradas de Polonia. En este fragmento, aunque no se menciona al músico en cuestión, se sospecha que podría referirse al célebre compositor y pianista Nikolai Abramsky Gaviriin, o a su primo político, el ex zapatero imperial y músico amateur, Alexander Glinka Abrasmky, duda que se mantiene debido a que ambos fueron sometidos al mismo régimen, con resultados similares. La traducción que se presenta a continuación contiene el tono informal, quizás demasiado coloquial y hasta irrespetuoso, de un estudiante del politécnico nacional que se ofreció amablemente a realizarla.





- Y en sus tiempos libres componía a lo loco.

- Ajá.

- Libres, tiempos libres, vaya ironía.

- Ni hablar.

- Pero bueno, el hombre hacía lo que podía. Escribía en las noches, a veces durante la comida, casi siempre en el baño.

- Oh.

- Sí, es políticamente incorrecto revelar las intimidades de los grandes hombres, aunque desde la subasta del inodoro de J.D. Salinger las cosas han cambiado en el mundo.

- Claro.

- Componía sinfonías, piezas para cuartetos de cuerdas, valses. Lo típico. Eso sí, empañado de un aire marcial, otoñal, como de nostalgia por los tiempos gloriosos del Zar.

- Eso debe haberle causado problemas.

- Los tuvo, sí, los tuvo.

- Puedes especificar más sobre esos problemas.

- Para empezar, en la cátedra de Armonía y Composición lo bocharon por sacar a relucir las teorías de Adam Smith. Te imaginarás el espanto de los miembros del consejo del Conservatorio.

- Claro, el más acérrimo teórico del capitalismo…

- Sin contar con la bestialidad de hacer una analogía entre el contrapunto de Bach y las teorías del caos aplicadas a la Bolsa de Valores, que para colmo andaba bastante mal en ese entonces…

- Como siempre. Leí por ahí que también lo habían vetado por no poder componer una sonata utilizando una traslación de las iniciales de Marx a la escala enigmática.

- El marxismo nunca fue fácil.

- Y cómo terminó la historia, cómo le fue con la composición a escondidas.

- Básicamente bien. Hacia el final de su vida, luego de haber pasado muchas vicisitudes económicas, de haber visto su obra censurada y de soportar el escarnio gubernamental, recibió una disculpa pública por parte del Congreso, una vez acabado el régimen, como en invierno del 91.

- Claro.

- Pues, en conclusión, su vida fue una lucha constante por construir una obra independiente y al mismo tiempo adaptarse a las circunstancias políticas, lidiar con la censura, y mantener un equilibrio entre las horas de lectura y de composición en el baño. No fue fácil.

- Y qué ocurrió finalmente.

- Escribió veinte sinfonías, diez piezas para cuarteto de cuerdas, 12 valses y un blues.

- ¿Dirías que el final de su vida fue bueno?

- Sí, fue feliz recibiendo premios y reconocimientos por todos lados. El que más lo emocionó fue el premio Hormiga Negra de la Asociación Rusa de Músicos Proletarios. Claro, se lo dieron dos días después de que concluyera el régimen. Se lo había ganado. No cualquiera pierde 25 kilos en dos meses sin haber pasado por Siberia.

lunes, 2 de agosto de 2010

Antaño en Nueva York (o El determinismo de “infancia es destino” se cristaliza en una profesión oscura por amor a un pony)










Sir John Wilhem III, reconocido taxidermista amateur, relata las desventuras de su mascota de infancia, mismas que lo inspiraron a elegir su vocación. (Tomado de la autobiografía inédita Romanza secreta en América)

Cabalga. Cabalga, percherón, le digo, y resopla y el viento golpea salvajemente las mejillas tiernas de mi pony de infancia. Despierto empapado en sudor. Despierto con taquicardia y a veces ni siquiera despierto, a veces simplemente sigo en la pesadilla viendo cómo el viento invernal de Nueva York en 1925 lastima la dulce y delicada mejilla izquierda de mi pony de infancia. Y por momentos escucho “Rosewood” y ahí es cuando suelo despertar, aprovechando que aún en plena pesadilla tengo consciencia de lo que me es propio y de lo que es digamos, si bien no un plagio, una imitación, una infiltración de un elemento de la ficción, hasta un homenaje cinematográfico diría, más específicamente de cine de culto diría, para no perder la precisión. Porque la precisión lo es todo en mi trabajo. Digo, no es puramente científico, no diría que es tampoco completamente humanístico si tomamos por humanidades las artes, las bellas y las otras, pero si bien no serían antagónicos si podría decir que humanidades y ciencias, conjuntadas en mi profesión, son opuestos complementarios.

El pony se estremece con los golpetazos que le llegan del aire helado de invierno neoyorquino. Son las trece horas. No, quizás las dieciocho, porque anochece. Y en ese anochecer constante, como un atardecer que nunca cesa pero ya casi ha muerto, me vienen los rostros desdibujados de mis padres y del pony que mira en una dirección distinta con cada ojo y que casi no ve nada porque lleva anteojeras que le impiden marearse con las muchas posibilidades de camino, laterales, frontales y hasta verticales, y veo las herraduras ya bien clavadas en sus patitas gruesas y acolchonadas. Su mirada despeluzada. Calla. ¿Por qué el pony de mi infancia debe sufrir los golpes incesantes del invierno en el Central Park en sus dulces mejillas y por qué repito Rosewood, porqué me da terror esta imagen? Y cuando despierto jadeando, a veces incluso babeando, miro empapado de sudor el cuarto en penumbras, el ropero, la cajonera, el viejo sillón que me heredó mi padre y la ropa del día tendida sobre él. Y miro las sombras de los árboles moviéndose con lentitud en el piso de mi cuarto y las cortinas ondulantes y caigo en cuenta de que Miami es una ciudad calurosa, muy distinta a Nueva York y de que aquí jamás habría sufrido mi pony de infancia y que aquí seguramente los inviernos habrían sido más felices y luego veo que son las cuatro de la madrugada y veo que en mi cama sólo yace mi cuerpo porque Nora murió hace diez años y mi cuerpo sigue tibio y el de Nora ya debe ser sólo huesos.

Agitado y sediento, derretido en mi sudor otoñal, camino a la cocina y bebo agua. De vuelta a la cama. Y a la mañana despertar nuevamente como si nada, porque la pesadilla sólo antecede los sueños, nunca es el final de la noche. Entonces leo el periódico y veo que todo sigue más o menos igual y entonces salgo a caminar o al club de golf y paso horas apuntando a una pequeña pelota para pegarle con la fuerza que me queda y lanzarla lejos. Y cuando la pelotita vuela por el aire escucho el zumbido que hace y miro hasta donde me permite la vista y la veo desaparecer. Los otros amigos se acercan a felicitarme. O a darme ánimos. O sólo se acercan porque están aburridos y solos. Ellos siempre más o menos igual. Yo también.

Regreso a casa y sé que voy a soñar con el pony de infancia y con Rosewood. Cuando yo era pequeño esa película ni siquiera se había hecho. En los albores del cine mudo todo era arte , necesariamente. Debieron pasar unos años para que esa palabra se usara para algunas películas, pero en mi infancia, cuando el pony, todo era arte y nada. El de Charles Foster Kane, qué nombre, ni yo lo hubiera soñado, sufre, como mi pony, y resuena en sus pesadillas Rosewood, como en las mías. Yo nunca dirigí un periódico. Tuve algo de éxito con las mujeres. Tuve mujeres. Ellas no sabían nada de mi pony de infancia ni de las pesadillas que suscitó.

Ya no tiembla. Me arrulla en las noches con su movimiento maquinal de pies rueditas que se zarandean, con su soporte de medias ruedas que le hace bailar lentamente en un vaivén metódico. Despierto jadeante y lo miro. En las noches me estremece ver la brisa caliente de Miami lamiendo sus mejillas.

viernes, 23 de noviembre de 2007

Sobre cómo liberar la ira

Muchos habitantes de las grandes ciudades viven subyugados por el estrés laboral y el tráfico (ambos, sin duda, se retroalimentan). En esta breve crónica, Griselda Rodríguez nos muestra el caso de María Fernanda Peláez, quien amedrenta a los conductores que se atreven a cruzarse a su carril, a modo de válvula de escape.

A María Fernanda no le parece tan terrible estar a un paso de la demencia porque no se da cuenta. Dijo “aunque detesto los autos, mi furia no tiene explicación; igual sé que es pasajera” y pasó a detallarme las persecuciones que protagonizó esta semana con su coche nuevo. “No sé si por el hecho de que sea nuevo, por la estupidez que representa o simplemente porque tuve una semana infernal, aproveché la movilidad y los nervios enfermizos para desquitarme con el prójimo”, me explica y sentencia, “no hay nada más molesto que un mal conductor”.
La primera persecución ocurrió por Orizaba. María Fernanda iba tarde en busca de su novio ( "Jalapa y no sabe qué, nunca llegué a la casa"). Estaba muy oscuro, el cielo apretado, denso, el sopor infernal de la tormenta que hace días amenaza con total valemadrismo (“jamás se digna a caer una gota antes de mayo, pero igual la expectativa te jode la existencia”). Su cuello era un monolito, la respiración errática, el pulso demente. No había tenido un buen día. “Entonces de la nada apareció un Lotus narciso que tratando de pasarme le pegó a mi espejo izquierdo”, relata excesiva. Tocó el claxon a morir y lo incineró con las luces altas. Cuando el alto se puso en verde (porque había quedado detrás del coche, a milímetros de la abolladura) lo persiguió hasta arrinconarlo frente a la plaza Río de Janeiro, para abandonar luego el ataque. “El Lotus salió corriendo por la izquierda y yo no tenía tiempo que perder, me tocaba ir por la derecha”, explica con simpleza. María Fernanda recuerda que por algún resquicio de su locura asomó la lucidez; se dio cuenta de que estaba actuando como una criminal, así que paró una cuadra antes de la casa de su novio. “Me dio terror que por mi estado de tensión se diera cuenta de quién soy yo”.
¿Quién es María Fernanda? Sólo alcanza el metro y medio de altura y tiene una mirada cándida, parece tan ligera e inocente que todos dan por sentada su bondad. Ella se ve de otra manera; está vengando con la misma soberbia a la ciudad que la devora.
Los autos son seres vivos, con carácter propio, explica. “Al manejarlos asumes su naturaleza. Algunos te quieren caer simpáticos pero son hipócritas, como el Mini Cooper”, dice, como si fuera razonable, “otros, como el Vocho, son como cucarachas por sus movimientos erráticos”. El suyo, un Peugeot 306, es antipático. Tiene ojos oblicuos, pupilas dilatadas y expresión de ira. Por eso lo maneja tan bien.
Otra tarde, en la misma semana, María Fernanda salió del trabajo de un humor terrible. Se metió al circuito y una camioneta pedante, una Honda, quiso aplastarla. “No pude evitarlo, se pasó a mi carril” se justifica antes de relatar su nueva cacería. Le hizo luces y, como corresponde, le mentó la madre, pero él o ellos no podían oír. En ese cofre ultra blindado cualquiera se siente un dios. Así que se propuso ir detrás suyo en lo que restara del camino, volverlos locos con las luces, arrinconarlos hasta que lo lamentaran. Siguió por el circuito y dobló en la lateral para entrar a Reforma, dirección Lomas. En el alto en el de Reforma y Mahatma Gandhi quedó justo detrás de su objetivo. Su bolsa estaba abierta en el asiento del copiloto. Sacó unas pastillas y las comió con la frialdad y expresión bestial de una psicópata. “No sé si por lo maquinal de mis movimientos o por simple paranoia de mis perseguidos, en un momento reaccionaron”, sigue. Eran dos hombres. Vio un movimiento, una silueta en la oscuridad, el copiloto, que pasó de su asiento al trasero. Pensó que saldría por la quinta puerta para destrozar su auto nuevo. En cambio lo vio recostarse en los asientos traseros y al conductor quitarse el saco. Entonces dejó de verlos. Sólo vio la mano del conductor cuando cubrió con el saco, sin voltearse, al que se había ocultado y a la camioneta arrancar súbitamente para doblar en U por Reforma y volver sobre sus pasos.
María Fernanda dice que practica yoga dos veces por semana y asiste puntualmente a las sesiones de meditación del Centro Budista del DF, actividades que no han logrado quitarle su próxima meta de la cabeza: “Esta semana no he perseguido a nadie, el periférico me llama”.