lunes, 2 de agosto de 2010

Antaño en Nueva York (o El determinismo de “infancia es destino” se cristaliza en una profesión oscura por amor a un pony)










Sir John Wilhem III, reconocido taxidermista amateur, relata las desventuras de su mascota de infancia, mismas que lo inspiraron a elegir su vocación. (Tomado de la autobiografía inédita Romanza secreta en América)

Cabalga. Cabalga, percherón, le digo, y resopla y el viento golpea salvajemente las mejillas tiernas de mi pony de infancia. Despierto empapado en sudor. Despierto con taquicardia y a veces ni siquiera despierto, a veces simplemente sigo en la pesadilla viendo cómo el viento invernal de Nueva York en 1925 lastima la dulce y delicada mejilla izquierda de mi pony de infancia. Y por momentos escucho “Rosewood” y ahí es cuando suelo despertar, aprovechando que aún en plena pesadilla tengo consciencia de lo que me es propio y de lo que es digamos, si bien no un plagio, una imitación, una infiltración de un elemento de la ficción, hasta un homenaje cinematográfico diría, más específicamente de cine de culto diría, para no perder la precisión. Porque la precisión lo es todo en mi trabajo. Digo, no es puramente científico, no diría que es tampoco completamente humanístico si tomamos por humanidades las artes, las bellas y las otras, pero si bien no serían antagónicos si podría decir que humanidades y ciencias, conjuntadas en mi profesión, son opuestos complementarios.

El pony se estremece con los golpetazos que le llegan del aire helado de invierno neoyorquino. Son las trece horas. No, quizás las dieciocho, porque anochece. Y en ese anochecer constante, como un atardecer que nunca cesa pero ya casi ha muerto, me vienen los rostros desdibujados de mis padres y del pony que mira en una dirección distinta con cada ojo y que casi no ve nada porque lleva anteojeras que le impiden marearse con las muchas posibilidades de camino, laterales, frontales y hasta verticales, y veo las herraduras ya bien clavadas en sus patitas gruesas y acolchonadas. Su mirada despeluzada. Calla. ¿Por qué el pony de mi infancia debe sufrir los golpes incesantes del invierno en el Central Park en sus dulces mejillas y por qué repito Rosewood, porqué me da terror esta imagen? Y cuando despierto jadeando, a veces incluso babeando, miro empapado de sudor el cuarto en penumbras, el ropero, la cajonera, el viejo sillón que me heredó mi padre y la ropa del día tendida sobre él. Y miro las sombras de los árboles moviéndose con lentitud en el piso de mi cuarto y las cortinas ondulantes y caigo en cuenta de que Miami es una ciudad calurosa, muy distinta a Nueva York y de que aquí jamás habría sufrido mi pony de infancia y que aquí seguramente los inviernos habrían sido más felices y luego veo que son las cuatro de la madrugada y veo que en mi cama sólo yace mi cuerpo porque Nora murió hace diez años y mi cuerpo sigue tibio y el de Nora ya debe ser sólo huesos.

Agitado y sediento, derretido en mi sudor otoñal, camino a la cocina y bebo agua. De vuelta a la cama. Y a la mañana despertar nuevamente como si nada, porque la pesadilla sólo antecede los sueños, nunca es el final de la noche. Entonces leo el periódico y veo que todo sigue más o menos igual y entonces salgo a caminar o al club de golf y paso horas apuntando a una pequeña pelota para pegarle con la fuerza que me queda y lanzarla lejos. Y cuando la pelotita vuela por el aire escucho el zumbido que hace y miro hasta donde me permite la vista y la veo desaparecer. Los otros amigos se acercan a felicitarme. O a darme ánimos. O sólo se acercan porque están aburridos y solos. Ellos siempre más o menos igual. Yo también.

Regreso a casa y sé que voy a soñar con el pony de infancia y con Rosewood. Cuando yo era pequeño esa película ni siquiera se había hecho. En los albores del cine mudo todo era arte , necesariamente. Debieron pasar unos años para que esa palabra se usara para algunas películas, pero en mi infancia, cuando el pony, todo era arte y nada. El de Charles Foster Kane, qué nombre, ni yo lo hubiera soñado, sufre, como mi pony, y resuena en sus pesadillas Rosewood, como en las mías. Yo nunca dirigí un periódico. Tuve algo de éxito con las mujeres. Tuve mujeres. Ellas no sabían nada de mi pony de infancia ni de las pesadillas que suscitó.

Ya no tiembla. Me arrulla en las noches con su movimiento maquinal de pies rueditas que se zarandean, con su soporte de medias ruedas que le hace bailar lentamente en un vaivén metódico. Despierto jadeante y lo miro. En las noches me estremece ver la brisa caliente de Miami lamiendo sus mejillas.