Antonia de Padua (Tlaxcala, 1968) es articulista de la revista Felinos y precoz autora del libro de ensayos Sobre la búsqueda de la infelicidad y la condición humana (Editorial Zaratustra, 1987). En esta entrega, Antonia comparte su particular visión sobre la injusticia del optimismo de los cuida coches y su amargura ante la imposibilidad de aspirar a la misma en su calidad de intelectual atormentada.
Es inevitable el encuentro con Luis, un cuida coches de la Roma. Lanza saludos efusivos, levanta las cejas y sonríe con entusiasmo y gracia, como queriendo demostrar no sólo que en su dimensión hostil es posible la simpatía, sino que allí se cultivan de las más etéreas y delicadas.
“No hay que confundir el optimismo con la alegría. El optimismo no conduce siempre a una alegría expresada sino que proporciona paz interior a la persona, y esa paz proporciona una belleza serena que ilumina la personalidad”, dice www.mundobelleza.com, y a pesar de su tono complaciente, empiezo a creerle: Luis es todo menos bello, pero su sonrisa esperanzada le “ilumina la personalidad”, aun cuando ésta haya sido moldeada por una serie infatigable de desgracias. Vive en las calles, tiene hijos desperdigados por todo el DF, algunos de los cuales no alcanzan ni la categoría de desconocidos. Su origen es incierto y es probable que ni sepa el año en que nació. Debido al empeño con que se embriaga podría considerárselo un bebedor por herencia genética.
“Cómo le va, qué dice, ahí tengo un lugar, joven”, intercala emocionado cuando doblo por el callejón de Guaymas, y aún cuando siempre respondo “No, gracias, voy de paso”, me suelta otra sonrisa, ahora más optimista que alegre, que parece representar desde la boca, los ojos y la escasez de dientes, un canto a la vida, un festejo totalmente injustificado a la existencia.
“Las personas ricas, guapas, simpáticas, con una buena formación y un buen trabajo pueden vivir en un estado de optimismo falso”, sostiene el site antes citado. Ahora entiendo. Y me alegro, pues significa que aun hay esperanzas para muchos de nosotros.
Días después voy al psicólogo. Me recibe Silvio, el cuida coches. Es aún más optimista y aparentemente más afortunado que Luis: cincuentón, regordete, bigote fino, dentadura completa y anteojos símil Roy Orbison, saluda, me abre la puerta del auto y comenta con total inocencia que en esta época los pájaros están felices porque pueden bañarse en la fuente del jardín del consultorio y que todos los días aparece un colibrí que, en vez de intentar hundirse en el agua para refrescarse, se detiene en el aire mirando obsesivamente las palabras Grupo Médico Lomas impresas en un lapidario rectángulo de acero.
“Aparece a eso de las 12”, dice Silvio con una complicidad infantil, “se queda mirando el cartel, luego se pasea de esquina a esquina y regresa una vez más para detenerse frente al letrero”. La mirada de Silvio en su ensoñación absurda comienza a preocuparme. “Los colibríes son unos animalitos bien inquietos”, explica, y luego lanza su tesis mortal: “Yo creo que quiere aprender a leer”. Supongo que el comentario no pretende iniciar ninguna amistad, sino que busca llenar el hueco de mi espera para hacer menos incómoda esa convivencia breve. Sonrío y le digo: “Tal vez ya sabe leer y por eso se detiene acá”. Silvio voltea la cabeza, serio. Me siento mala persona. Entro al consultorio, cuando salgo, no lo veo.
No conozco las circunstancias personales de Silvio, pero si me dejara guiar por su apacible y sostenida ingenuidad, casi podría asegurar que vive feliz en un bosque encantado. “Las personas optimistas van más allá de los datos reales para centrarse, en primer lugar, en las circunstancias positivas”, sentencia la página para señoras. Recapacito. No sólo he deshecho con un cinismo odioso la crédula fantasía de este buen hombre, sino que descubro que no tuve oportunidad de contaminar la de Luis. Entonces subo a mi auto. Vuelvo a Chapultepec, tomo la calle de Guaymas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario