jueves, 14 de julio de 2011

Reflexiones sobre deportes extremos y la hora de la comida


El oficinista semianónimo Jaime Rodríguez Montalbán hizo llegar a la redacción de la revista Lobo Negro una breve y conmovedora narración sobre la vista de su oficina a la hora de la comida, hora en que sus compañeros y él mismo se aprestan a degustar platillos entristecidos por la rutina pero realzados por la actividad potencialmente mortal del edificio vecino.





Cuatro hombres se atan una cuerda amarilla cada uno alrededor de la cintura a modo de arnés de seguridad y se suben a una plancha de metal cobriza en las orillas por efecto de manchones de pintura y humedad rematada en los extremos con manijas de metal a su vez sostenidas por otras cuerdas de alambre no muy grueso y dándole vuelta a la rueda que hay en cada lado de la plancha metálica suben lentamente mientras raspan la pared con cepillos metálicos quitando la pintura celeste-cielo-hospital que al parecer ya lleva un buen tiempo en esos muros. El edificio se enfrenta oblicuo a la ventana de mi oficina y puedo verlos subiendo para trabajar la tarima de metal que aún no llega al último piso aunque poco le falta. Sólo bajan a la hora de la comida y a la hora de la salida pero llevan en total unas siete horas de trabajo casi ininterrumpido. Los hombres se concentran en su tarea silenciosa también silenciosos ellos en la altura y en la desnudez de las cuerdas amarillas apenas anudadas a sus espaldas como toda precaución anti-caídas. La escena de alto riesgo y valoración mínima de la supervivencia de este tipo de obreros no es infrecuente. Se puede ver en casi cualquier edificio alto de la ciudad de México y de casi cualquier ciudad latinoamericana con todo tipo de tareas desde limpiar vidrios hasta pegar espectaculares. Lo distinto en este caso es el amontonamiento. Mientras que los limpiadores de vidrio se ven solitarios y expuestos en sus cuerdas bajando desde la azotea sin completa confianza y sigilosos aquí los hombres viven lo que es evidentemente un ascenso difícil y frágil con la soltura de un obrero que trabaja un muro de ladrillos a un metro del suelo. Quizás porque no son uno solo porque no están solos no tienen miedo.Los oficinistas en cambio tememos y no dejamos de mirarlos. Nuestro entretenimiento diario a la hora de la comida depende de ellos y no falta la apuesta mental sobre quién podría ser el primero en caer ni la expectativa morbosa de qué ocurriría si se produjera tal caída. A la hora de la comida los oficinistas se encierran en un cubículo temporalmente vacío por falta de personal que lo ocupe y toman las mesas para depositar ahí sus tuppers con comida y también sus cansancios y su aburrimiento para luego observar en silencio apáticos con gesto rumiante la escena de los cuatro valientes y ellos a su vez disimulan su indiferencia y lanzan una mirada detrás del vidrio desde donde los observan y observan así a su vez a ese grupo de cosas muertas de ojos apagados y bocas semiabiertas que esperan pacientemente la llegada de la mano con el próximo bocado de comida.


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* Nota del editor: Se desconoce si el autor de este texto tiene intenciones literarias y conocimientos musicales puesto que el relato podría tomarse en la línea de la canción Construcción del compositor y poeta brasileño Chico Buarque, aunque su dramatismo es claramente menor.

* Nota del corrector de estilo: Se desconoce si intencionalmente o accidentalmente o por falta de educación el autor de este relato no ha decidido incluir comas, y puntos y comas en el texto, pero por respeto a su autoría y por decisión estética -pues bien se entiende la historia y da igual- se decidió mantener el texto tal cual como ha llegado a la redacción.

* Nota del fact-checker: Se desconoce por completo si existe realmente el autor de este relato o bien si ése es su verdadero nombre e incluso si ha ocurrido tal escena.

* Nota del autor: Desconozco si a la revista Lobo Negro le interesen los temas de corte social y si su línea periodística e ideológica sea de derecha o izquierda pero de todos modos he decidido enviar este breve relato de cómo trabajan algunos obreros, sin ningún tipo de seguro (de vida, de salud, dental ni de caídas).

lunes, 4 de julio de 2011

Miserere

En sus notas póstumas, la socialité chaqueña Chiquita Massour deja una postal conmovedora del espanto causado a su sensibilidad por la convivencia con los salvajes de la zona hacia el año 1923, cuando apenas la ciudad de Resistencia llevaba medio siglo de haber sido fundada.



Consumido y pardo, con algo de azufre, de infierno, el río negro serpentea entre matorrales y palmeras solemnes y menos agónicas de lo que el calor de la zona haría suponer. Los caballos en la orilla de enfrente intentan arrancar alguna raíz comestible. Las costillas respiran agitadas por el hambre. Se ven tan flacos y desesperanzados como sus dueños, los chicos pobres. Ellos en nuestra infancia, a quienes veíamos con desconfianza jugando sucios y resentidos en las mismas hamacas que nosotros en la plaza, oliendo a ropa vieja, a tierra húmeda, a mala comida, a catres superpoblados, y ahora sus herederos, descubro, son los dueños del río.

El chico mayor se trepa a la rama flaca de un sauce llorón y se deja caer al agua como si estuviera vacacionando felizmente en un centro acuático. Sus hermanos los esperan chapoteando en el río inmundo. Nosotras pasamos por la orilla de enfrente en nuestra canoa inundable, juntando cada tanto con un tarro el agua que se mete por las grietas de la madera podrida. Pasamos y miramos sin decir una palabra, porque esa miseria no se debe comentar. La pobreza de nuestra canoa es casi una forma de supervivencia, una forma de camuflaje para recorrer unos metros del río echado a perder y llegar lejos, a la soledad, y hablar mientras el sol nos cocina violentamente.

---Ahí está otra vez ---me dice ella y veo entre los matorrales a un hombre desgarbado, obsceno, bajándose los pantalones. Tantas veces intentamos persuadirlo. Risas, insultos, miradas desaprobadoras, miradas indiferentes, silencio. Ahora quito la vista y le respondo a Ana que vayamos un poco más río arriba. El parque es pequeño. Y el villerío es enorme, pero el hombre lo recorre sin apuro y nos alcanza. Camina sosteniendo la cintura de ese pantalón mugriento, sostiene el pantalón apenas lo suficiente para que no le estorbe los pasos, pero lo deja caer fláccidamente en cuanto nos ve.

--Qué triste es todo esto ---le digo a ella, pero ya está echada sobre la canoa, en traje de baño, tomando ese sol también pobre, rústico, hiriente, que tanto nos maltrata normalmente, como si al someterse a él se volviera algo inmune a su radiación desmedida.

El hombre de la orilla sigue parado como un ave acuática, con sus dos piernas flacas impávidas, sin vida, y la mirada ya perdida hacia un lado, mirando la villa con los pantalones abajo y la camisa tapando lo que se suponía que debía exhibir.

Los niños siguen jugando en su pobre parque acuático de río contaminado y sauces llorones. Uno sale a la orilla y se quita la ropa para dejarla secar. Volvemos remando lentamente. El agua espesa y oscura apenas se mueve con el paso del bote. No hay en ella una sola señal de vida más allá de los camalotes que se enredan en el remo y hacen más fatigosa la travesía de regreso. Mientras atardece y terminamos de quitar el último tarro de agua de la canoa y la atamos al árbol de la orilla, vemos la mesa del jardín con las tazas de té humeante y las tostadas con miel. Ha sido una tarde ardua, difícil, un desafío esquivar tantas plantas acuáticas, botes de agua, envases de metal, trozos de madera, bolsas de papel y personajes de una fealdad mezquina. Tanta fatiga exige un mínimo de respeto, ¡es nuestro derecho! Si no esta vida así no puede ser, digo y Ana sólo sonríe con dulzura mientras me alcanza la taza de té.


* La imagen que acompaña el presente texto es una fotografía actual del Río Negro.