En sus notas póstumas, la socialité chaqueña Chiquita Massour deja una postal conmovedora del espanto causado a su sensibilidad por la convivencia con los salvajes de la zona hacia el año 1923, cuando apenas la ciudad de Resistencia llevaba medio siglo de haber sido fundada.
Consumido y pardo, con algo de azufre, de infierno, el río negro serpentea entre matorrales y palmeras solemnes y menos agónicas de lo que el calor de la zona haría suponer. Los caballos en la orilla de enfrente intentan arrancar alguna raíz comestible. Las costillas respiran agitadas por el hambre. Se ven tan flacos y desesperanzados como sus dueños, los chicos pobres. Ellos en nuestra infancia, a quienes veíamos con desconfianza jugando sucios y resentidos en las mismas hamacas que nosotros en la plaza, oliendo a ropa vieja, a tierra húmeda, a mala comida, a catres superpoblados, y ahora sus herederos, descubro, son los dueños del río.
El chico mayor se trepa a la rama flaca de un sauce llorón y se deja caer al agua como si estuviera vacacionando felizmente en un centro acuático. Sus hermanos los esperan chapoteando en el río inmundo. Nosotras pasamos por la orilla de enfrente en nuestra canoa inundable, juntando cada tanto con un tarro el agua que se mete por las grietas de la madera podrida. Pasamos y miramos sin decir una palabra, porque esa miseria no se debe comentar. La pobreza de nuestra canoa es casi una forma de supervivencia, una forma de camuflaje para recorrer unos metros del río echado a perder y llegar lejos, a la soledad, y hablar mientras el sol nos cocina violentamente.
---Ahí está otra vez ---me dice ella y veo entre los matorrales a un hombre desgarbado, obsceno, bajándose los pantalones. Tantas veces intentamos persuadirlo. Risas, insultos, miradas desaprobadoras, miradas indiferentes, silencio. Ahora quito la vista y le respondo a Ana que vayamos un poco más río arriba. El parque es pequeño. Y el villerío es enorme, pero el hombre lo recorre sin apuro y nos alcanza. Camina sosteniendo la cintura de ese pantalón mugriento, sostiene el pantalón apenas lo suficiente para que no le estorbe los pasos, pero lo deja caer fláccidamente en cuanto nos ve.
--Qué triste es todo esto ---le digo a ella, pero ya está echada sobre la canoa, en traje de baño, tomando ese sol también pobre, rústico, hiriente, que tanto nos maltrata normalmente, como si al someterse a él se volviera algo inmune a su radiación desmedida.
El hombre de la orilla sigue parado como un ave acuática, con sus dos piernas flacas impávidas, sin vida, y la mirada ya perdida hacia un lado, mirando la villa con los pantalones abajo y la camisa tapando lo que se suponía que debía exhibir.
Los niños siguen jugando en su pobre parque acuático de río contaminado y sauces llorones. Uno sale a la orilla y se quita la ropa para dejarla secar. Volvemos remando lentamente. El agua espesa y oscura apenas se mueve con el paso del bote. No hay en ella una sola señal de vida más allá de los camalotes que se enredan en el remo y hacen más fatigosa la travesía de regreso. Mientras atardece y terminamos de quitar el último tarro de agua de la canoa y la atamos al árbol de la orilla, vemos la mesa del jardín con las tazas de té humeante y las tostadas con miel. Ha sido una tarde ardua, difícil, un desafío esquivar tantas plantas acuáticas, botes de agua, envases de metal, trozos de madera, bolsas de papel y personajes de una fealdad mezquina. Tanta fatiga exige un mínimo de respeto, ¡es nuestro derecho! Si no esta vida así no puede ser, digo y Ana sólo sonríe con dulzura mientras me alcanza la taza de té.
* La imagen que acompaña el presente texto es una fotografía actual del Río Negro.
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