viernes, 23 de noviembre de 2007

Sobre cómo liberar la ira

Muchos habitantes de las grandes ciudades viven subyugados por el estrés laboral y el tráfico (ambos, sin duda, se retroalimentan). En esta breve crónica, Griselda Rodríguez nos muestra el caso de María Fernanda Peláez, quien amedrenta a los conductores que se atreven a cruzarse a su carril, a modo de válvula de escape.

A María Fernanda no le parece tan terrible estar a un paso de la demencia porque no se da cuenta. Dijo “aunque detesto los autos, mi furia no tiene explicación; igual sé que es pasajera” y pasó a detallarme las persecuciones que protagonizó esta semana con su coche nuevo. “No sé si por el hecho de que sea nuevo, por la estupidez que representa o simplemente porque tuve una semana infernal, aproveché la movilidad y los nervios enfermizos para desquitarme con el prójimo”, me explica y sentencia, “no hay nada más molesto que un mal conductor”.
La primera persecución ocurrió por Orizaba. María Fernanda iba tarde en busca de su novio ( "Jalapa y no sabe qué, nunca llegué a la casa"). Estaba muy oscuro, el cielo apretado, denso, el sopor infernal de la tormenta que hace días amenaza con total valemadrismo (“jamás se digna a caer una gota antes de mayo, pero igual la expectativa te jode la existencia”). Su cuello era un monolito, la respiración errática, el pulso demente. No había tenido un buen día. “Entonces de la nada apareció un Lotus narciso que tratando de pasarme le pegó a mi espejo izquierdo”, relata excesiva. Tocó el claxon a morir y lo incineró con las luces altas. Cuando el alto se puso en verde (porque había quedado detrás del coche, a milímetros de la abolladura) lo persiguió hasta arrinconarlo frente a la plaza Río de Janeiro, para abandonar luego el ataque. “El Lotus salió corriendo por la izquierda y yo no tenía tiempo que perder, me tocaba ir por la derecha”, explica con simpleza. María Fernanda recuerda que por algún resquicio de su locura asomó la lucidez; se dio cuenta de que estaba actuando como una criminal, así que paró una cuadra antes de la casa de su novio. “Me dio terror que por mi estado de tensión se diera cuenta de quién soy yo”.
¿Quién es María Fernanda? Sólo alcanza el metro y medio de altura y tiene una mirada cándida, parece tan ligera e inocente que todos dan por sentada su bondad. Ella se ve de otra manera; está vengando con la misma soberbia a la ciudad que la devora.
Los autos son seres vivos, con carácter propio, explica. “Al manejarlos asumes su naturaleza. Algunos te quieren caer simpáticos pero son hipócritas, como el Mini Cooper”, dice, como si fuera razonable, “otros, como el Vocho, son como cucarachas por sus movimientos erráticos”. El suyo, un Peugeot 306, es antipático. Tiene ojos oblicuos, pupilas dilatadas y expresión de ira. Por eso lo maneja tan bien.
Otra tarde, en la misma semana, María Fernanda salió del trabajo de un humor terrible. Se metió al circuito y una camioneta pedante, una Honda, quiso aplastarla. “No pude evitarlo, se pasó a mi carril” se justifica antes de relatar su nueva cacería. Le hizo luces y, como corresponde, le mentó la madre, pero él o ellos no podían oír. En ese cofre ultra blindado cualquiera se siente un dios. Así que se propuso ir detrás suyo en lo que restara del camino, volverlos locos con las luces, arrinconarlos hasta que lo lamentaran. Siguió por el circuito y dobló en la lateral para entrar a Reforma, dirección Lomas. En el alto en el de Reforma y Mahatma Gandhi quedó justo detrás de su objetivo. Su bolsa estaba abierta en el asiento del copiloto. Sacó unas pastillas y las comió con la frialdad y expresión bestial de una psicópata. “No sé si por lo maquinal de mis movimientos o por simple paranoia de mis perseguidos, en un momento reaccionaron”, sigue. Eran dos hombres. Vio un movimiento, una silueta en la oscuridad, el copiloto, que pasó de su asiento al trasero. Pensó que saldría por la quinta puerta para destrozar su auto nuevo. En cambio lo vio recostarse en los asientos traseros y al conductor quitarse el saco. Entonces dejó de verlos. Sólo vio la mano del conductor cuando cubrió con el saco, sin voltearse, al que se había ocultado y a la camioneta arrancar súbitamente para doblar en U por Reforma y volver sobre sus pasos.
María Fernanda dice que practica yoga dos veces por semana y asiste puntualmente a las sesiones de meditación del Centro Budista del DF, actividades que no han logrado quitarle su próxima meta de la cabeza: “Esta semana no he perseguido a nadie, el periférico me llama”.

1 comentario:

Felipe dijo...

Te juro que no había leído tu post cuando publiqué el último mío.

Pero de algún modo se sintonizan.

(¿Así que tú eras la del peugeot?)